Todas las tardes, cuando el tren pasaba por ese lugar, y Américo miraba por la ventanilla, siempre veía al niño de la bicicleta.

Era la hora en que los obreros regresaban a sus casas, luego de la extenuante jornada laboral.

Una vez que el ferrocarril arrancaba desde la Estación Tolosa, a pocos metros nomás, tal vez doscientos, estaba él, con esa cara de expresión inocente, clavando sus ojos hacia el interior de los vagones.

Cuando estos pasaban, el chico corría con su bicicleta pedaleando a más no poder, detrás de ellos, por las calles paralelas a las vías, hasta que la velocidad de la locomotora se tornaba inalcanzable.

Eran llamativas, no solamente para Américo, sino también para la mayoría de los rutinarios pasajeros, que estaban acostumbrados a verlo; esa mirada entre nostálgica y ansiosa, que intentaba capturar en el interior de transporte algo predeterminado y a la vez indescifrable; y su posterior y obstinada carrera tratando de alcanzar ese móvil, que diariamente se le volvía esquivo.

Ese niño no tenía mucho más que ocho años, infería Américo, y a partir del momento que cerraron la fábrica, no supo nunca más sobre él.