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El Arlequín y el Clítoris
prose [ ]

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by [Descalzo ]

2009-03-01  | [This text should be read in espanol]    | 





Donatella no recordaba el momento en que descubriera el Barquito (su forma de llamar a clítoris); quizá al acariciarlo por primera vez se desatara el placer súbito, las deliciosas ganas de orinar y Abdur, el arlequín, saltando como un grillo. Traje rojo con rombos negros, sombrero simulando un par de cuernos y zapatos en punta como los payasos; entre una y otra voltereta, se detenía para mirarla: rostro alargado, voz profunda y ojos tristes a pesar de la sonrisa.

Su madre debía bañarla en casa del vecino, ya que en la suya siempre faltaba el agua. Al terminar, la envolvía en toallas tibias y sobre la cama, Donatella seguía acariciando el Barquito. El arlequín corría entonces por las paredes, se columpiaba en las manchas de grasa y a veces lo acompañaban perros, focas o leones que ejecutaban números asombrosos. Cuando la niña retiraba la mano de la entrepierna, todos desaparecían en medio de chispas encarnadas.

Alguna vez temió que sus padres la regañaran, pero pronto advirtió que ellos no podían verlo; al saltar, el Arlequín atravesaba los cuerpos y las cosas sin lastimarse ni herir a nadie. A medida que Donatella crecía, su madre se preocupó de las risas y voces solitarias y lo comentó con la maestra, quien explicó que la niña estaba en la etapa del amigo imaginario; agregó que aquello era normal y que todo pasaría sin consecuencias.


Casi todas las noches, el padre de Donatella regresaba borracho. Insultaba y golpeaba a su esposa, pero antes de dormir tomaba a la niña, la cargaba y con tono alcoholizado le hablaba tiernamente. Es mucho lo que te quiero… por ti yo vivo y siento. No contenía las lágrimas al repetir las protestas de cariño y todas las semanas le compraba juguetes nuevos, aún cuando escaseara la comida.

Ojos llorosos, labios apretados y una permanente mueca de amargura, su madre vivía quejándose de la falta de dinero. Regañaba muy seguido a Donatella y por encima del miedo que le producían las violentas discusiones, la niña pensaba que los golpes propinados por su padre eran merecidos por tratarla mal.



— ¡Señoras y señores! ¡Con ustedes el trapecista atrevido y peligroso, que desafía la muerte con toda elegancia…!

En aquella noche de sus nueve años, luego de esta formal presentación, Abdur saltó hasta el columpio, una rectangular mancha de humedad en el techo de la cocina; allí se balanceó, caminó cabeza abajo y brincó cayendo parado frente a Donatella. La miró a los ojos.

— Esta noche tu vida cambiará — Ella entendió a medias sus palabras.

— No cambiará — aseguró con tono terco — mi papá me quiere y no va a cambiar.

— Esta noche tu vida cambiará — repitió él e hizo otra voltereta al advertir que su amiga estaba a punto de llorar — ¡Soy tu padre! — agregó ahuecando la voz y simulando que cabalgaba — ¡Vengo a buscarte en un caballo blanco…!

Ella volvió a reír hasta escuchar los gritos y los golpes. Su padre había llegado más borracho que otras veces y al entrar rompió la puerta. Donatella retiró la mano del clítoris y el arlequín se disolvió en los halos de la luz del bombillo.

A partir de ese momento se abría un hueco en su memoria; años más tarde, los recuerdos regresarían como fragmentos súbitos y brillantes y al asociar a ellos el relato de los hechos, podría armar lo ocurrido.

Su padre tomó a su madre como un ariete y golpeó varias veces la pared con su cabeza. Donatella intentó detenerlo tirando de los pantalones, pero con el revés de su mano él la golpeó en la cara arrojándola lejos.

En los restos de recuerdos, veía a su madre con cara de loca arrastrándose hasta el mueble donde guardaban la vieja pistola del abuelo; luego, el estruendo del disparo y su padre cayendo como una bolsa.

Sola, helada y con miedo, escuchó las sirenas; una ambulancia llevó el cadáver y un coche de la policía trasladó a su madre. Alguien le avisó que su tía vendría a recogerla y mientras aguardaba, Donatella metió la mano bajo la braga y se acarició. Sonriente, inmóvil, mudo, el arlequín la miró en silencio durante un rato, tranquilizándola con su presencia.


Su tía Alcira era solterona y muy piadosa. Tenía dinero, vivía en una casa espaciosa y por primera vez Donatella tuvo un cuarto para ella. Pasaron los días, volvió a la escuela y en los atardeceres, cuando quedaba sola, recurría al Barquito para llamar al arlequín. La música de circo resonaba al compás de sus caricias y las volteretas de Abdur la ayudaban a conjurar la tristeza.

Niña tímida, callada, sumergida en su mundo. Así la definía la maestra. En los recreos se encerraba en el baño, colocaba una carpeta encima de su falda, metía la mano por debajo de la ropa y dialogaba con Abdur o disfrutaba del espectáculo.

La noche en que su madre murió en la cárcel, él la llevó a volar por la ciudad y al regreso comprobó que apenas habían pasado unos minutos. Durante el velorio y el entierro, la ayudó a evitar la desesperación.

Al cumplir catorce años, las caricias de Donatella dejaron de ser inocentes. En esa edad tuvo su primer orgasmo. El cuarto, la luz del día, los contornos de las cosas, desaparecieron en medio de una oscuridad embriagadora, y sólo brillaron los ojos del arlequín que no dejaban de mirarla fijamente.

A los quince años cuestionó su existencia.

— No eres real. Cuando quito la mano de mi Barquito, desapareces. ¿Acaso estás muerto y eres un fantasma?
— Estoy a mitad de camino entre la vida y la muerte — contestó él — Tus caricias me acercan a la vida.

Otras noches la acompañaba a mirar televisión; elegía los programas más violentos, se extasiaba ante la sangre y los cadáveres y después volvía a ser el dulce compañero de siempre.

A los dieciséis años, Donatella conoció a Mauricio, su primer novio. La noche que dejó de ser virgen, llamó a Abdur para contarle la experiencia, y por primera vez el arlequín no respondió a las caricias. Unos días después, Mauricio se emborrachó y la golpeó brutalmente. Los castigos se repitieron y su tía, al ver los moretones en su cuerpo y descubrirla llorando, decidió enviarla a lo de Palmira, prima de su madre, que vivía en un pueblo alejado y también era muy devota.

Se adaptó rápidamente a la nueva vida, pero en la pequeña ciudad, las horas se hacían largas y aburridas y los intentos de llamar al arlequín fracasaban, hasta que una tarde calurosa a la hora de la siesta, apareció de pronto. Rostro rojo, voz entrecortada; no sabía qué hacer con las manos. Ella lo recibió con alegría.

— ¡Abdur! ¿Por qué desapareciste todo este tiempo?

— Tu novio y tu angustia cerraron el Barquito y no pude pasar.

La tomó de la mano y la miró a los ojos.

— Vine a decirte que te amo.

Cantó una hermosa canción en un lenguaje desconocido y a partir de entonces siguió visitándola todas las noches para mirarla con adoración. A veces acariciaba sus mejillas y Donatella sentía un lejano hormigueo

Abdur pertenecía a un mundo cuyos habitantes dormían todo el tiempo y sólo despertaban al ser convocados por un humano. Le confesó que bajo una forma sutil e invisible, recorría la casa para verla dormir y con una memoria insólita, describía lo que guardaba su tía Alcira en cada uno de los cajones de la cómoda.

Pedía a Donatella relatos sobre la guerra, las armas y esa costumbre de matar y morir propia de los humanos. Una tarde su amiga lo llevó al cementerio del pueblo y le mostró las tumbas, pero Abdur insistía en ver un cadáver. A la hora de la siesta, lo hizo entrar al cuarto de Pandora, la sirvienta de su tía. Gorda, cubierta con una cofia y debajo del mosquitero, dormía boca arriba y roncaba sonoramente. Abdur dio tres vueltas alrededor de la cama para observarla con atención y preguntó por los resuellos.

— Todos los muertos hacen ese ruido — explicó ella

Aquello lo tranquilizó y al otro día, cuando vio a Pandora hacer las tareas de la casa, no se asombró. En su mundo desconocían la muerte y la imaginaban como un estado pasajero o un sueño; los cadáveres podían despertar y seguir realizando sus tareas alegremente, como si nada hubiera pasado.



Una mañana, la tía Palmira llamó a Donatella y habló con tono solemne.

— Querida sobrina, el señor Cecilio Madanes, amigo de la casa, desea conocerte. Es un hombre justo y piadoso. Enviudó hace cinco años, no tiene hijos y desea volver a casarse. Va a proponerte matrimonio y eres tú la que debe decidir, así que tienes dos días para pensarlo.

Donatella asintió. Ya había olvidado a Mauricio y la divertía recibir un nuevo cortejo.

Gordo, calvo, con cincuenta años recién cumplidos, Cecilio se presentó al domingo siguiente con un hermoso ramo de flores y una caja de bombones Después del té, su tía los dejó solos; el tono del hombre era afectado, pero tenía un dejo de ternura.

— Señorita Donatella, mi vida es un permanente diálogo con Dios y él, en su infinita sabiduría, me ha pedido que vuelva a casarme. Era mi intención convertirme en un viudo consagrado, ya que este ministerio es reconocido por la Santa Iglesia Católica, pero todas las noches un ángel del señor se presenta encima de la Santísima Virgen y me dice: Cecilio, debes buscar una mujer joven y compasiva para levantar un hogar y tener descendencia. Ése será el perfecto testimonio de tu fe…

Sacó de su bolsillo un rosario vasco con incrustaciones de diamante y se lo ofreció.

— Le pido en nombre de Dios que se case conmigo. Le prometo felicidad no sólo en nuestra vida, sino en la eternidad, cuando contemplemos para siempre el rostro del Señor.

Donatella reflexionó. Entre Cecilio y ella había mucha diferencia de edad y no lo amaba, pero le inspiraba seguridad, no sólo por su dinero, sino porque estaba segura que nunca la golpearía. Contestó que sí y esa noche, al acariciar su clítoris, Abdur no apareció. Tampoco lo hizo en los días que siguieron.

Pasada la ceremonia y la fiesta, Cecilio habló con ella y aclaró que el sexo en la pareja sólo debía servir para la reproducción. En la noche de bodas, luego de rezar un rosario completo, le mostró una fina sábana con un agujero en uno de sus extremos.

— Así se unieron mis padres y antes de ellos mis abuelos — explicó — Esta noche tendremos relaciones y luego dormiremos en cuartos separados.

Todo fue rápido, sin pasión, cumpliendo el Mandato Bíblico.

A pesar de esos hábitos que Donatella consideraba extravagantes, su esposo era tierno, considerado y le daba libertad. Visitaba amigas los fines de semana y libremente realizaba algunas tareas parroquiales.

En los primeros días del matrimonio, tuvo una diferencia con Cecilio. Él era experto en el manejo de armas y había ganado varios concursos de tiro. Antes de trasladarse a la casa de tres plantas que había pertenecido a sus padres, mostró a Donatella dos pistolas.

— Las guardaremos en lugares seguros que sólo nosotros conoceremos.

Luego de la muerte de su padre, ella se había jurado que cuando viviera sola o se casara, no habría armas en su casa. Lo discutió con Cecilio.

— Noches pasadas, don Omar, nuestro vecino, sufrió un asalto — alegó él — Lo golpearon brutalmente y de haber contado con un arma, habría repelido a sus agresores.

Su esposo conocía la tragedia familiar.

— Sabes que yo odio la bebida — agregó — me considero equilibrado y responsable como para saber en qué momento debo usar un arma.

Hizo que sostuviera las pistolas para familiarizarse. Una era negra, enorme y la otra pequeña, plateada, de mango nacarado.

— Parece de juguete — comentó Donatella olvidando sus prevenciones.

En los días que siguieron concurrió a prácticas de tiro y al poco tiempo manejaba con maestría la pistola .

En el atardecer, luego de su baño, la muchacha se envolvía en una toalla como cuando era niña. Acariciaba su clítoris, pero ya hacía tiempo que el arlequín no se presentaba y mientras se procuraba placer, sólo veía la mampara azul y la superficie acerada de los azulejos.

Cuando tuvo su primer hijo, olvidó a Abdur por un tiempo y a los pocos meses del nacimiento, volvió a quedar embarazada. El segundo parto, del que nació una niña, fue normal, pero durante el puerperio se alternaron la euforia y la alegría. Rebeldía, llanto sin motivo y ganas de llorar, como si regresara la adolescencia. Ante sus estados cambiantes, Cecilio la instaba a rezar frente a la virgen, le traía escapularios con reliquias de santos y hasta un exorcista de la capital que visitó la casa, esparciendo agua bendita y quemando incienso.

En esa época aumentó la nostalgia por el arlequín y una tarde, apenas rozó los labios del Barquito, apareció Abdur con un ramo de rosas rojas.

— ¿Por qué tardaste tanto?

— Estabas muy ocupada cuidando de tu marido y de tus hijos — contestó él con tono de reproche — En estos meses recorrí la casa sin que me vean. Es muy hermosa.

Le alcanzó las rosas y al tocarlas, se deshicieron en goterones de luz bermeja.

— ¿Sigues enamorado de mí?

— Te amo más que nunca, Donatella. Mataría por ti — dijo con emoción, arrodillándose junto a la cama.

— Acuéstate a mi lado — pidió ella. El arlequín obedeció. Sólo sintió un perfume muy leve con un dejo salado, como a sangre.

A partir de ese día, sus visitas fueron diarias. A la hora de la siesta y en la noche, se presentaba en su cuarto y sin pedir permiso, se acostaba junto a ella y la abrazaba. Su contacto era como una brisa tibia bajo el calor del sol; como un líquido suave que se deslizara sobre la piel

El ánimo de Donatella mejoró. Decidió cantar en el coro de la parroquia y participó alegremente en las misas y en las reuniones con las damas de beneficencia. Cecilio supuso que la santificación de la casa y el exorcismo habían alejado las sombras.

En los tres años que siguieron, Abdur apareció cada vez que ella se acariciaba. Conversaban de muchas cosas; él indagaba sobre el mundo humano y ella, describía los países que quedaban al otro lado del mar y narraba historias de amor y de muerte. Otras veces recordaban el pasado y el arlequín repetía sus volteretas haciendo reír a Donatella, quien volvía a sentirse niña.

Una noche, con inocencia, ella preguntó algo que cambiaría todo.

— ¿Hay algún modo de lograr que tu cuerpo sea más sólido o que yo sea más etérea para estar contigo?

Abdur parecía aguardar esas palabras. Se levantó rápidamente, bajó su pantalón y exhibió el miembro blanco y los testículos negruzcos.

— Si lo acaricias con pasión, me convertiré en humano — dijo con esperanza.

Donatella accedió divertida, aunque dudaba de los resultados. En los primeros intentos cerró su mano en el aire, hasta palpar la superficie sedosa que se engrosó bajo su palma.

— Deja de acariciar el Barquito — pidió él. Donatella obedeció y por primera vez Abdur no se desvaneció entre chispas bermejas. Se inclinó sobre ella y sintió el roce de sus labios.

En ese momento escucharon voces infantiles en el pasillo.

— Vienen mis hijos…
— Podrán verme — dijo Abdur preocupado — Ya no seré invisible para ellos.

Era lo suficientemente delgado como para caber en el closet y ocultarse entre los vestidos. Los niños entraron a la habitación, reclamando besos y las buenas noches de su madre antes de dormir.

Cuando todos se retiraron, Abdur se acostó en su cama y por primera vez ambos tuvieron una verdadera noche de pasión. Al amanecer, el arlequín perdió consistencia y desapareció.

A Donatella le resultaba divertido tener un amante de carne y hueso y lo convocó con sus caricias a la hora de la siesta; le bastó un suave roce en el miembro para que recupere la solidez..

A partir de entonces vivió su larga luna de miel con el arlequín. Antes de hacer el amor, Abdur la miraba fijamente y entonaba tiernas canciones. Luego acariciaba y besaba todo su cuerpo hasta llegar al sexo; por primera vez Donatella tuvo orgasmos múltiples y debía morder la sábana para que evitar los gemidos.

Al cumplirse un año de las visitas clandestinas, una noche oyó que golpeaban la ventana. A través del vidrio vio con asombro la silueta de Abdur, aunque ella no lo había llamado con sus caricias. El arlequín entró al cuarto; la alegría no lo dejaba hablar y danzó frente a ella.


— Ya no tienes que tocarte para que aparezca — dijo por fin— Ahora soy un hombre, de carne y hueso.

Donatella lo miró con espanto.


— Ya no seré un fantasma — agregó Abdur — Tengo un cuerpo que será mío para siempre. Me he convertido en un ser humano gracias a ti.

Ella no contestó. Todo había sido perfecto porque dependía de sus caricias y podía convocarlo sin riesgos, con la certeza de que en unas horas se volatilizaría. Aquello cambiaba las cosas, ya que Abdur no tenía trabajo ni casa y sus únicas pertenencias eran las ropas de arlequín.

Él la acarició, mirándola fijamente.

— No te preocupes, ya hice todos los planes para que seamos felices.
— ¿Qué planes hiciste, Abdur?
— Nos casaremos y viviremos solos en una isla.
— No puede ser. Tengo mis hijos; además está Cecilio…
— Con él no hay problemas. Lo mataré esta noche.
— ¿Qué dices, Abdur? No quiero que lo mates.
— ¿Es que lo amas?
— No lo amo, pero es una buena persona y es el padre de mis hijos. No se puede andar por el mundo matando a la gente.
— Todo está preparado, Donatella. Conozco todos los movimientos. Su muerte es cuestión de horas.

Discutieron. Ante sus argumentos, Abdur se limitaba a negar con la cabeza y a mirar a un costado, manteniendo sus ojos azules fijos en un punto. Se empecinaba como un niño, pero no era un niño. Surgido de lo más íntimo de Donatella, se había forjado con su placer y era un adulto con la inocencia y la crueldad de la infancia.

— Te entregaste a mí y gozaste. Él fue tu hombre antes que yo y debe morir por una ley natural.

Ella pensó que Mauricio, su primer novio, también debía ser asesinado, pero se cuidó de mencionarlo.


Donatella guardaba ropa de su esposo en el closet. Abdur parecía saberlo, ya que lo abrió y tomó un pantalón y una camisa con los que reemplazó el traje de arlequín. Cecilio era más corpulento que él, pero se arremangó hasta los codos y plegó el pantalón.


— Abdur, no es necesario que lo mates — repitió ella una vez más — Esta casa tiene un enorme sótano. Te puedes alojar allí y nos encontraríamos en la noche hasta arreglar todo para fugarnos.

Él volvió a mirarla fijamente.

— Vengo de un mundo donde dormimos todo el tiempo y despertamos cuando algún ser humano piensa en nosotros. No conocemos el honor, el sexo ni la muerte, pero soñamos con ellos. Yo cumplo el anhelo de mis hermanos al matar por amor. No te preocupes. Todo será rápido. Ahora soy tu marido y me debes obediencia.

El sol del amanecer entró por la ventana y dio de lleno en su rostro. Silencioso, pálido, con expresión de misterio y una intensa belleza. Antes que Donatella pudiera impedirlo, caminó hasta la puerta y salió al pasillo de la planta alta. Ella se asomó de inmediato, pero ya había desaparecido. Desde el comedor llegó el ruido de la platería; en media hora servirían el desayuno. Se asomó por el barandal y comprobó que las sirvientas limpiaban los cubiertos con tranquilidad. No habían visto a Abdur.

De pronto tuvo un presentimiento y corrió hacia la cómoda donde escondían la pistola negra. No estaba en el cajón de doble fondo. Abdur, en su forma incorpórea, habría visto el arma y estudiado los movimientos de la casa. Era posible que planeara la muerte de Cecilio desde mucho tiempo atrás.

Donatella fue al closet donde guardaba la pistola pequeña y suspiró aliviada al comprobar que estaba allí. La tomó, regresó a su cuarto y llamó a emergencias reportando que un extraño había entrado a su domicilio. Al escuchar la dirección, afirmaron que vendrían de inmediato; Cecilio tenía influencias en la policía y el gobierno.


Dieron las siete, hora en que su esposo despertaba. Entró al cuarto; acababa de salir del baño y vestía una bata.

— Querido, hay un hombre en la casa. Lo vi saltar la medianera. y creo que está armado. Avisé a la policía y están por llegar.

Él la miró con incredulidad

— ¿Qué dices, Donatella? ¿Estás segura?

— Subió al techo y entró por la ventana del pasillo. Lo vi desde mi cuarto…

Cecilio estaba cerca de la puerta, la abrió y se asomó al pasillo. El disparo hizo temblar los vidrios y la bala pasó a pocos centímetros de su cabeza, incrustándose en el marco. Todos vieron la figura de Abdur correr y escabullirse por una de las ventanas.

La policía revisó la casa y no lo encontraron. Cecilio comprobó que no estaban las pistolas; Donatella había guardado la suya en un bolso viejo, pero no lo comentó.

Durante el día acarició su clítoris para llamar a Abdur, hasta comprender que había dejado de ser un fantasma y todo sería inútil. Quizá estuviera en la copa de un árbol o en un recodo de la medianera, buscando la oportunidad de entrar en su cuarto.

Participó en el grupo de oración organizado por la parroquia para agradecer el milagro que salvara la vida de Cecilio y pedir por la solución del problema. Al anochecer, preparó una maleta con ropas, un bolso con objetos personales y guardó la pistola en su cartera. Hizo compañía a su esposo hasta las diez; luego cuidó que los niños se durmieran y se retiró a su cuarto. Apagó la luz y esperó a oscuras. Afuera brillaban las luces de los patrulleros y por un momento temió que Abdur no pudiera llegar debido a la custodia policial de la casa. A la una escuchó golpes en la ventana. Abrió rápidamente.

— ¡Abdur!. Es peligroso que hayas venido
— Mi piel toma el color de las paredes y puedo subir por cualquier superficie con mis pies y mis manos.

Entró al cuarto con la cabeza baja.

— Debo pedirte perdón, Donatella.
— Dime por qué

— Temo que hayas dejado de quererme luego de esta mañana…

Ella acarició su cabeza con ternura.

— No te preocupes. Fue un momento de debilidad. No debes avergonzarte de haber perdido el control. Ahora verás que todo será fácil, que podremos ser felices…

— …había imaginado muchas veces ese momento — interrumpió él — No sé por qué falló el disparo. De haber matado a tu marido, ya estaríamos viajando a nuestra isla.

— No te preocupes — repitió ella —ya lo maté yo.

Fue la primera vez que Donatella vio un brillo en sus ojos .

— ¿Es cierto lo que dices?
— Está muerto en su cama. ¿Quieres verlo?

Entraron en silencio al cuarto de Cecilio que dormía boca arriba, con la boca abierta y roncando sonoramente.

— Escucha esos ruidos — susurró ella — Recordarás que los hacen los muertos. Puse veneno en su comida de la noche.

Abdur hizo un gesto de satisfacción y salieron.

— Me duele acá — dijo él señalando su estómago cuando estuvieron en la habitación de Donatella.
— ¿Qué has comido?
— ¿Comido…? — la miró sin comprender. Donatella fue hasta la cocina y trajo un par de sándwiches. Tuvo que enseñarle paso a paso los movimientos de tragar y deglutir.


— Es hora de irnos — ordenó al terminar y ella apenas tuvo tiempo de recoger la maleta y asegurarse sin que él lo notara, que la pistola se encontraba en el bolso. Salieron por el acceso norte de la casa. Se identificó ante los policías que los dejaron pasar.

El aire estaba lleno de luciérnagas flotando en una extraña y leve niebla. Por un momento Donatella pensó que podía escapar con Abdur, dejar todo y buscar una isla desierta como había sido su idea.

— ¿Es cierto que me amas? — preguntó.
— Con todo el corazón — respondió él volviendo a sonreír — Viviremos juntos, Donatella y te amaré siempre — sacó el arma de entre sus ropas — con esta pistola mataré a todos los que se opongan.

Abdur caminaba descalzo y en ese momento pisó un vidrio. Ante el dolor, su rostro se descompuso. Se sentó en la acera sujetando su pie y mirando con horror la sangre que brotaba del dedo gordo.

— Vamos a la plaza — dijo Donatella— Allí te podrás sentar

Pasó el brazo por sus hombros y se dejó conducir. Llegaron al parque solitario y se acomodaron en un banco apartado. La luz era escasa, pero las luciérnagas iluminaban el lugar. Donatella apoyó la cabeza en su pecho.

— En un rato, la herida de tu pie sanará para siempre.

Recordó su infancia y los esfuerzos de Abdur para alegrarla. Revivió la muerte de su padre, los años que siguieron; los días de tristeza; su primer novio; la boda y el nacimiento de sus hijos.

— Te amo — murmuró. Sin que él lo advirtiera, sacó la pistola y apoyó el caño sobre su corazón

El disparo sonó como un suave chasquido. El arlequín tembló, la observó interrogante unos segundos y su cabeza cayó sin fuerzas contra el respaldo del banco.

Donatella miró por última vez sus ojos; permanecían abiertos, con una dolorosa expresión de asombro. Regresó a su casa; las luciérnagas se fueron apagando una a una, las luces apenas iluminaron la calle y todo se hundió en una penumbra opresiva. Antes de acostarse se miró al espejo: por primera vez vio un par de arrugas junto a la comisura de sus labios y en los ojos una expresión resignada, amarga, muy parecida a la desesperación.



Doña Donatella, la elegante y devota esposa de Cecilio Madanes, fue conocida en la sociedad de la época por la ayuda que brindaba a los pobres, por la distinción de su ropa y sus modales y más que nada por su constante tristeza. En total tuvo cuatro hijos y luego de su último parto, enfermó de diabetes; la enfermedad le afectó la circulación, su visión disminuyó y finalmente no pudo levantarse de la cama debido a las crecientes úlceras en pies y piernas. Nunca había vuelto a acariciar el Barquito, hasta esa tarde en que la nostalgia se hizo insoportable. Casi enseguida, a través de su visión borrosa vio la imagen: Traje rojo con rombos negros, sombrero simulando un par de cuernos y zapatos en punta como los payasos. El arlequín se acercó y le ofreció un ramo de rosas rojas que al tocarlas se convirtieron en goterones de luz bermeja.

— ¿Por qué tardaste tanto? — preguntó ella. Abdur la miró con ojos tristes a pesar de la sonrisa.

— Sabías que estaba muerto — contestó — He venido a decirte que te amo como nunca; que mataría por ti…


Ricardo Iribarren

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